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  • Foto del escritorTao Burga

El Ocaso de los Dioses

El ocaso resplandecía como un lienzo de colores vívidos, y por los surcos tallados en la tierra corría con gracia el cauce cristalino. Los árboles esperaban resignados el frío nocturno y los arbustos se encogían resguardándose de la inminente oscuridad. Incluso el pájaro más enérgico guardaba sus cantos para la próxima mañana, y las montañas crecían como para recibir la última luz que se aferraba a la tierra como si no fuera a volver a verla jamás.

En eso estaba el hombre que oscurecía su rostro en el interior de una cueva, el mismo que otrora hubiera recibido agraciadamente el cálido abrazo del sol. La cueva es él y él es la cueva. Su visión ya se acostumbró a la penumbra, y a su cuerpo ya no le importa el frío adormecedor de la piedra.

Él abandona su lecho en las noches más oscuras, cuando las nubes acechan desde arriba y la luna se disuelve en el vasto cielo.

Ésta era la noche más oscura que habría visto jamás, y aferrándose a los árboles azotados por la escarcha invernal, caminaba a paso irregular.

Sentíase tan solo en el desierto negro que se permitía recordar, pensar y hablar sin miedo a que otros adivinaran de alguna forma lo que pasa por su cabeza. Sus ideas afloraban imparables como gritos estridentes, y sus pensamientos se oían desde lejos como un aullido septentrional. Un rastro de hedor se esparcía por la tierra y los helechos se marchitaban bajo la presión de su mirada enjuta.

Una leve brisa se atrevió a silbar entre las hojas de un pino, pero decidió callar. Unas plantas cerca suyo se estremecieron, y de entre el follaje salió una serpiente. La tierra se erizaba al contacto con su fría piel, pero el hombre se acercó al animal, sin miedo, sintiendo incluso cierta complicidad.

“¿Lo has visto?” le dijo él. “¿Has visto al hombre que camina por este bosque cuando el sol ilumina su camino? ¿Lo has visto? ¿Aquél que ríe y canta y baila en los días de verano?”

La serpiente se acercó al hombre y se irguió poderosamente. Su lengua viperina tanteaba el aire, acechando. Sus ojos refulgían severamente en la oscuridad como el rayo de una tormenta colérica.

“Merodea por las orillas de los ríos y explora con los pies desnudos las hierbas gachas; sosegado, mira al cielo azul como un artista contempla su obra maestra. Se maravilla por la bondad de la naturaleza y disfruta respirar el aire puro, y beber el agua límpida directamente del cauce del río, que parece tan vivo, y con tanto propósito, como si fuera su propia voluntad la que lo invitó a emerger de las profundidades. Pero nunca esperó la caída de la noche, nunca sintió el abandono del sol, no sintió la gravidez nocturna carcomer su piel y cegar su visión con ineludible penumbra. ¿No es la noche tan dueña del tiempo como el día? ¿No es la luz un triunfo inusual y minúsculo en un universo de plena oscuridad? Y sin embargo, el hombre ingenuo sigue tomando agua de la fuente que algún día lo envenenará, y así acabará aquella molestia, ese atrevimiento, ese desafío: la aparición de la luz. Ha caído en la mano de los hombres débiles como fruta madura, y estos en retorno han arrancado el árbol de raíz. ¡Qué insolencia!”

El reptil se enroscaba en su brazo extendido, y le susurraba al oído, le tarareaba una melodía terrible.

“Él no se atrevería a ser como nosotros: se deleita en su concepción finísima de la realidad, y pospone su muerte intelectual, porque no se atreve adentrarse en aquellos rincones de su propia mente, donde la luz es sutil y las estrechas paredes se ciernen sobre él. Lo sofoca la verdad, y se rodea de otros porque le teme a su propio olor, su esencia, su huella, su sombra. Odiaría tener que arrastrarse por la tierra y permanecer en la sombra de su falsa fachada. ¿Pero quién sobrevive evitándose a sí mismo? ¿Huyendo de su cola como el viento huye de su silbido?”

El animal había llegado sigilosamente a su cuello, y se deslizaba sobre él amenazante, y escrutaba su piel como un delicioso caramelo. Sus colmillos se hundieron en su cuello. El animal se estremeció y cayó al suelo, abrazando el barro como la madre que de su pecho le da de comer, deseando convertirse en polvo.

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